APOLOGÍA DEL NUEVO PACTO (Cap. 4)

4. Somos hijos (Gálatas 3:26).

Cuando afirmamos que “somos hijos de Dios”, pareciera que estamos diciendo algo que todo el mundo sabe, y como tal, podemos obtener reacciones rápidas como: “Por supuesto”, “Claro que sí”, o “Amén, mi hermano” en aquellos que quieren mostrarse bien “espirituales”, por ejemplo. Sin embargo, aun cuando de manera general la iglesia del Señor “conoce” esta verdad, pues es una de las primeras cosas que se nos notifica al recibir a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador (Juan 1:12-13), encontramos a muchos hermanos hoy manifestando a través de sus palabras y hechos que todavía esta realidad no les ha sido revelada plenamente. Esto trae como consecuencia que no se experimente la vida en abundancia que el Señor trajo consigo (Juan 10:10b), conformándose con vivir una vida “de segunda categoría” (y no me estoy refiriendo al tema financiero, aclaro).

        El concepto de Dios como Padre no es nada nuevo; de hecho, cuando vemos la comunión entre “Elohim” (uno de los títulos dados a Dios en el Antiguo Testamento) y Adán, estamos seguros que la filiación Padre-Hijo es incuestionable. Es tanto así, que en el Nuevo Testamento al momento de escribir una de las genealogías de Jesús, se da por sentado de que Adán fue hijo de Dios (Lucas 3:38). Ahora veamos esto:

Por medio de un solo hombre, el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado, entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron. Antes de promulgarse la ley, ya existía el pecado en el mundo. Es cierto que el pecado no se toma en cuenta cuando no hay ley; sin embargo, desde Adán hasta Moisés la muerte reinó, incluso sobre los que no pecaron quebrantando un mandato, como lo hizo Adán, quien es figura de aquel que había de venir… Si por la transgresión de un solo hombre, murieron todos, ¡cuánto más el don que vino por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, abundó para todos! Así como una sola transgresión causó la condenación de todos, también un solo acto de justicia produjo la justificación que da vida a todos. Porque, así como por la desobediencia de uno solo, muchos fueron constituidos pecadores, también por la obediencia de uno solo, muchos serán constituidos justos(Romanos 5:12-19).

        El apóstol Pablo nos muestra, con una precisión quirúrgica, cómo la humanidad (estando “en Adán”, Su hijo: un alma viviente) murió en delitos y pecados (Efesios 2:1); sin embargo, ahora, en Cristo (el postrer Adán, Su hijo: un espíritu vivificante), tenemos vida por gracia, y legalmente somos constituidos justos: “Por lo tanto, ya que fuimos declarados justos a los ojos de Dios por medio de la fe, tenemos paz con Dios gracias a lo que Jesucristo nuestro Señor hizo por nosotros” (Romanos 5:1).

        Ahora bien, no sólo fuimos justificados, sino que fuimos adoptados como hijos: “… Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer y sujeto a la ley, para que redimiera a los que estaban sujetos a la ley [el Antiguo Pacto], a fin de que recibiéramos la adopción de hijos. Y por cuanto ustedes son hijos, Dios envió a sus corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: «¡Abba, Padre!». Así que ya no eres esclavo [o siervo], sino hijo; y si eres hijo, también eres heredero de Dios por medio de Cristo” (Gálatas 4:4-7).

        En el Antiguo Pacto, Dios se relacionó con el pueblo de Israel como Su Señor, El Eterno (Éxodo 3:14), principalmente; y partiendo de allí, se mostró también como: Proveedor (Yireh), Sanador (Rafah) o Pastor (Rá-ah), por mencionar algunos nombres dados en esa época. Ahí, el israelita no se presentaba ante Dios como su hijo, sino como su servidor (entiéndase: siervo o esclavo), en la mayoría de los casos. No obstante, cuando Cristo entra en escena, todo cambia, y hoy podemos disfrutar la vida eterna que tenemos en Cristo, sabiendo que somos nacidos de Dios y estamos protegidos (1 Juan 5:11,18). ¡Somos Sus hijos!

        Estamos conscientes de que los apóstoles se presentaban muchas veces como servidores (o esclavos) del Señor, pero entendemos por la Palabra que se referían al servicio ofrecido voluntariamente a Cristo, debido a nuestra nueva naturaleza: “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica” (Efesios 2:10). En ningún caso, el presentarse como siervo tenía que ver con su identidad, sino más bien con su labor para Dios.

        Esto es importante comprenderlo, pues evidentemente vamos a proyectar lo que pensemos de manera predominante, es decir, que nuestros frutos hablarán por sí solos (Mateo 7:20). Si no se nos ha revelado la condición tan grande que tenemos como hijos de Dios, seguiremos gestionando (hablando, orando, cantando…) como esclavos, sin poder disfrutar de la herencia que tenemos en Cristo (Gálatas 4:1-2; Tito 3:7).

        Como hijos de Dios, tenemos características únicas, y considero bien oportuno, para finalizar, que recordemos algunas de ellas; esto con el fin de que estemos firmemente establecidos en esta verdad eterna, digna de ser celebrada en todo momento, por cuanto somos consubstanciales con la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Siendo que pertenecemos a la familia de Dios, cada uno de nosotros como hijos:

  • Hemos recibido el Espíritu de Dios para una eterna comunión con el Padre (Romanos 8:15-16).
  • Somos herederos de Dios (Romanos 8:17; 4:13).
  • Fuimos predestinados para alabanza de la gloria de su gracia (Efesios 1:5-6).

        Ahora resumamos la obra de Dios: En Cristo, fuimos renacidos como Sus hijos. ¡Qué poderoso es esto! Conociendo nuestra identidad, leamos con detenimiento esta historia, y permitamos que el Espíritu nos ilumine con respecto a lo que se refería nuestro Señor:

Un hombre tenía dos hijos. El hijo menor le dijo al padre: Quiero la parte de mi herencia ahora, antes de que mueras. Entonces el padre accedió a dividir sus bienes entre sus dos hijos. Pocos días después, el hijo menor empacó sus pertenencias y se mudó a una tierra distante, donde derrochó todo su dinero en una vida desenfrenada. Al mismo tiempo que se le acabó el dinero, hubo una gran hambruna en todo el país, y él comenzó a morirse de hambre. Convenció a un agricultor local de que lo contratara, y el hombre lo envió al campo para que diera de comer a sus cerdos. El joven llegó a tener tanta hambre que hasta las algarrobas con las que alimentaba a los cerdos le parecían buenas para comer. Pero nadie le dio nada. Cuando finalmente entró en razón, se dijo a sí mismo: En casa, hasta los jornaleros tienen comida de sobra, ¡y aquí estoy yo, muriéndome de hambre! Entonces regresó a la casa de su padre. Y, cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio llegar. Lleno de amor y de compasión, corrió hacia su hijo, lo abrazó y lo besó. Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de que me llamen tu hijo. Pero su padre dijo a los sirvientes: Rápido, traigan la mejor túnica que haya en la casa y vístanlo. Consigan un anillo para su dedo y sandalias para sus pies. Maten el ternero que hemos engordado. Tenemos que celebrar con un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ahora ha vuelto a la vida; estaba perdido y ahora ha sido encontrado. Entonces comenzó la fiesta (Lucas 15:11-24).

        Por motivos de tiempo, no vamos a detenernos a interpretar en profundidad esta parábola de Jesús, pero creo que la mayoría (si no todos) de los estudiosos de las Escrituras estarán de acuerdo conmigo en que “el hijo menor” se refiere a los gentiles (no judíos) que habían de creer en Él. Lo interesante acá es que, aún alejado de la casa y distraído por el sistema, el padre nunca dejó de considerarlo su hijo, y una vez arrepentido, no tardó en restaurarlo a su lugar de autoridad.

        Si nuestra condición de hijos, es gracias a lo que Cristo hizo (por Su gracia), no hay razones de peso para pensar que, debido a nuestros desaciertos en un tiempo determinado, dejamos de ser sus hijos.

“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Romanos 8:38-39).
Si alguien cree eso, sólo pregúntese: ¿Será que el Padre anda adoptando y abandonando a sus hijos, dependiendo de su comportamiento? “Miren cuánto nos ama el Padre, que nos ha concedido ser llamados hijos de Dios. Y lo somos…” (1 Juan 3:1).

        Así que, como hijos entendidos en Su Palabra, caminemos con tranquilidad a la luz de esta verdad, procurando la honra del Padre, y sin distraernos con conceptos religiosos de culpabilidad constante y falsa humildad… ¡Somos hijos, y eso no nos lo quita nadie!

5. Somos Bendecidos 

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