APOLOGÍA DEL NUEVO PACTO (Intro)

INTRODUCCIÓN

“De modo que si alguno está en Cristo, ya es una nueva creación; atrás ha quedado lo viejo: ¡ahora ya todo es nuevo!” (2 Corintios 5:17).

        Si hay una frase que caracteriza las cartas apostólicas en el Nuevo Testamento, esta es: “en Cristo”, la cual fue escrita 80 veces por Pablo y 3 veces por Pedro. Reconociendo la inspiración divina en tales enseñanzas, sabemos que dicha expresión no es una simple muletilla religiosa por medio de la cual el apóstol se comunicaba: nuestra vida “en Cristo” es lo que fundamentalmente nos distingue como ministros competentes de un nuevo pacto.

Si el primer pacto no hubiera tenido falla, entonces no se habría necesitado el segundo pacto. Pero Dios encontró una falla en el pueblo y dijo: ‘Dice el Señor: Llegará el tiempo en que haré un nuevo pacto con el pueblo de Israel y con el pueblo de Judá… Este es el nuevo pacto que en el futuro haré con el pueblo de Israel. Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo… Perdonaré todas las maldades que han hecho en mi contra y no recordaré más sus pecados(Hebreos 8:7-12; Jeremías 31:31-34)

        Entonces, si el nuevo pacto es para el pueblo de Israel, ¿cómo entramos nosotros a disfrutar de las bondades de esta eterna alianza? El apóstol Pablo lo explica así:

no todos los que descienden de Israel son israelitas; ni todos los descendientes de Abrahán son verdaderamente sus hijos, pues dice: «Tu descendencia vendrá por medio de Isaac». Esto significa que los hijos de Dios no son los descendientes naturales, sino aquellos que son considerados descendientes según la promesa. La promesa dice así: «Por este tiempo vendré, y Sara tendrá un hijo». Y no sólo esto. También sucedió cuando Rebeca concibió de un solo hombre, de nuestro antepasado Isaac, aunque sus hijos todavía no habían nacido ni habían hecho algo bueno o malo; y para confirmar que el propósito de Dios no está basado en las obras sino en el que llama, se le dijo: «El mayor servirá al menor». Como está escrito: «A Jacob amé, pero a Esaú aborrecí». Entonces, ¿qué diremos? ¿Que Dios es injusto? ¡De ninguna manera! Porque Dios dijo a Moisés: «Tendré misericordia del que yo quiera, y me compadeceré del que yo quiera». Así pues, no depende de que el hombre quiera o se esfuerce, sino de que Dios tenga misericordia. Porque la Escritura le dice a Faraón: «Te he levantado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra». De manera que Dios tiene misericordia de quien él quiere tenerla y endurece a quien él quiere endurecer. Entonces me dirás: ¿Por qué Dios todavía nos echa la culpa? ¿Quién puede oponerse a su voluntad? Pero tú, hombre, ¿quién eres para discutir con Dios? ¿Acaso el vaso de barro le dirá al que lo formó por qué lo hizo así? ¿Qué, no tiene derecho el alfarero de hacer del mismo barro un vaso para honra y otro para deshonra? ¿Y qué si Dios, queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira que estaban preparados para destrucción? ¿Y qué si, para dar a conocer las riquezas de su gloria, se las mostró a los vasos de misericordia que él de antemano preparó para esa gloria? Esos somos nosotros, a quienes Dios llamó, no sólo de entre los judíos, sino también de entre los no judíos. Como también se dice en Oseas: «Llamaré “pueblo mío” al que no era mi pueblo, y llamaré “amada mía” a la que no era mi amada. Y en el lugar donde se les dijo: “Ustedes no son mi pueblo”, allí serán llamados “hijos del Dios viviente” (Romanos 9:6-26).

         Agradecidos al Señor por su elección incondicional, detengámonos a meditar en lo que implica estar “en Cristo”.  Esto lo haremos recibiendo la revelación entregada por medio de los apóstoles, predicadores del evangelio de la gracia (Hechos 20:24), esperando que la iluminación del Espíritu Santo nos permita apreciar lo que Dios nos concedió gratuitamente (Efesios 1:17-19; 1 Corintios 2:9-12). Veamos:

  1. Vivimos en la realidad

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